Explora la Selva con el Cartero de las Cascadas: Una Aventura Postal
Capítulo 5: El Río como Aliado y la Esperanza de la Cooperativa
La fuga de Don Pascual fue un acto de desesperación y astucia. Se movía por la selva no como un intruso, sino como una extensión de ella. Sus pasos eran seguros, sus movimientos calculados. La lluvia seguía cayendo sin tregua, convirtiendo la tierra en una masa resbaladiza, pero él conocía cada irregularidad del terreno, cada raíz traicionera, cada rama oculta. Los gritos de los monos aulladores continuaron por un tiempo, cubriendo su escape y ahuyentando a sus perseguidores por unos valiosos minutos.
Sabía que no podía volver por el mismo camino. Los hombres, tarde o temprano, se darían cuenta de que había escapado. Su mente, a pesar del cansancio y la adrenalina, trazó una nueva ruta: el río. El Iguazú, con su corriente poderosa y sus orillas densamente vegetadas, era tanto una barrera como un aliado. Si lograba llegar a él, podría seguir su curso hasta un punto donde el camino se ensanchaba y era más seguro, cerca de la **Cooperativa de Productores de Yerba Mate**, su destino final.
La vegetación se hizo más espesa a medida que se acercaba al río. Los helechos gigantes le golpeaban las piernas y las lianas colgaban como serpientes verdes. El sonido del agua, que antes era un lejano rugido de las cascadas, ahora se transformaba en el murmullo constante del río que se deslizaba entre las rocas. Al fin, entre una maraña de árboles y arbustos, vislumbró el color marrón turbio del Iguazú, hinchado por la lluvia. La corriente era fuerte, arrastrando ramas y hojas.
Don Pascual encontró un pequeño tramo de orilla, apenas un saliente de tierra. “La Mensajera” no podía cruzar el río, claro. No había otra opción que abandonarla. Le dio una última palmada afectuosa a su vieja compañera de ruta. “Perdóname, mi amiga. Volveré por ti”, murmuró, con una punzada de tristeza. La moto, cubierta de barro y mojada, parecía una estatua olvidada en medio de la jungla. Sacó el sobre de su mochila, lo envolvió en varias capas de plástico y lo ató a su pecho, bajo su camisa, para protegerlo del agua y asegurarse de no perderlo. Luego, con una respiración profunda, se lanzó al río.
El agua estaba fría y la corriente lo arrastró de inmediato. Don Pascual, un hombre de campo y de río, sabía nadar, pero el Iguazú, en su crecida, era un desafío. Luchó contra la corriente, usando los pocos puntos de apoyo que las raíces de los árboles le ofrecían. Las ramas le arañaban la piel, y el agua lo golpeaba sin piedad. Sus pulmones ardían, pero la imagen del sobre, la urgencia de la información que contenía, lo impulsaba a seguir adelante. No solo nadaba por él mismo; nadaba por la selva, por los animales, por la gente que dependía de ella.
Después de lo que parecieron horas, pero fueron quizás solo veinte minutos de lucha extenuante, Don Pascual sintió que sus pies tocaban un fondo más sólido. Había llegado a la otra orilla, exhausto, tembloroso, pero con el sobre intacto. Se arrastró fuera del agua, jadeando, y se derrumbó sobre la tierra, el cuerpo le dolía, pero el alivio de haber escapado era inmenso. El sol, por un instante, se asomó entre las nubes, proyectando un rayo de luz esperanzador sobre el río.
Sabía que aún le quedaba un tramo por caminar, un trecho por una senda más transitada que llevaba directamente a la Cooperativa de Productores de Yerba Mate. La cooperativa no era solo un centro de acopio; era el corazón de la comunidad de Apóstoles, un lugar donde los productores se reunían, compartían noticias y tomaban decisiones importantes para el futuro de la yerba. Era el lugar perfecto para entregar el mensaje de la Dra. Ríos. Allí encontraría a personas influyentes y con la capacidad de actuar ante la amenaza inminente.
Caminó cojeando, cada músculo de su cuerpo protestando. La ropa mojada le pesaba y el aire fresco de la tarde lo calaba hasta los huesos. Pero la visión de los campos de yerba mate, verdes y organizados, que comenzaban a aparecer a lo lejos, le dio nuevas fuerzas. Eran un contraste bienvenido con la furia indomable de la selva que acababa de dejar atrás.
Finalmente, después de una caminata que pareció interminable, Don Pascual vio la silueta familiar del edificio de la cooperativa. Las luces ya estaban encendidas, y podía escuchar el bullicio de voces y el inconfundible aroma a yerba procesada. Su cuerpo estaba al límite, pero una sonrisa se dibujó en sus labios. Lo había logrado. Había cumplido con su deber, un deber que iba más allá de la simple entrega de correo. El cartero de las cascadas había salvado un secreto vital, y ahora estaba a punto de revelarlo para proteger el futuro de su amada Misiones.