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Explora la Selva con el Cartero de las Cascadas: Una Aventura Postal

Capítulo 3: La Persecución Silenciosa y la Advertencia de la Naturaleza

La lluvia, que había comenzado con unas pocas gotas, pronto se convirtió en un aguacero implacable. El cielo se cerró sobre la selva, tiñéndola de un gris plomizo. Don Pascual, empapado hasta los huesos, intentaba guiar “La Mensajera” de regreso por el sendero fangoso. El sobre, cuidadosamente guardado en un compartimento impermeable de su mochila, parecía emitir un pulso propio, una urgencia que aceleraba su corazón. La selva, ahora en plena furia, no le facilitaba el camino. El agua corría por los senderos, convirtiéndolos en pequeños arroyos turbulentos.

Mientras luchaba contra el terreno resbaladizo, Don Pascual notó algo más allá de la cortina de lluvia. Una sombra. Un movimiento sutil entre la vegetación densa. No era un animal. Era algo… diferente. Sus años de experiencia en la selva le habían enseñado a distinguir los sonidos y los patrones. Esta sombra se movía con una cautela demasiado humana. Un escalofrío le recorrió la espalda, no por el frío, sino por una punzada de miedo. ¿Estaba siendo seguido?

Aceleró el paso, tanto como la moto y el terreno le permitían. El sonido de los monos carayá se había vuelto más frenético, sus gritos ahora parecían advertencias directas. Incluso los tucanes, que antes volaban en círculos, ahora se alejaban a toda velocidad, sus graznidos disonantes resonando en la tormenta. La selva entera parecía estar en un estado de alarma, y Don Pascual se dio cuenta de que él era el epicentro de esa tensión. El sobre. Tenía que ser el sobre.

Se detuvo abruptamente al escuchar un crujido de ramas rotas muy cerca. Apagó el motor de la motocicleta y contuvo la respiración. El único sonido era el de la lluvia golpeando el follaje y el goteo constante del agua. El silencio de la persecución era más aterrador que cualquier sonido. Era un silencio calculado, sigiloso. Un cazador, no un animal, pensó. Su mente, a pesar del pánico incipiente, se mantuvo lúcida. Debía proteger el sobre.

Don Pascual se bajó de la moto con sumo cuidado, escondiéndola parcialmente entre unos arbustos. Se deslizó entre la vegetación, buscando un lugar donde pudiera observar sin ser visto. El barro se pegaba a sus botas, y las hojas mojadas le rozaban el rostro. Desde su escondite, observó el sendero. Vio dos figuras, apenas distinguibles en la penumbra de la lluvia, que se movían con una agilidad sorprendente para el terreno. Eran hombres. Llevaban ropa oscura y sus movimientos eran furtivos. Estaban buscando algo… o a alguien. Estaban buscándolo a él.

La boca de Don Pascual se secó. Nunca en sus décadas como cartero había enfrentado algo así. No eran ladrones comunes. No querían su dinero ni su moto. Querían el sobre. ¿Qué secreto tan grande podía contener ese pedazo de papel para que hombres estuvieran dispuestos a perseguirlo en medio de la selva bajo una tormenta?

La lluvia arreció, y los truenos retumbaron a lo lejos, añadiendo dramatismo a la escena. Las figuras se acercaron a donde había dejado la moto, sus voces, amortiguadas por la lluvia, apenas audibles. Estaban frustrados, se notaba en la forma en que susurraban y señalaban. Don Pascual sabía que debía moverse, pero el terreno lo impedía. Una rama espinosa le arañó el brazo, pero no sintió el dolor. Solo la adrenalina y la determinación de proteger lo que se le había confiado.

En ese momento, un grupo de coatíes, quizás los mismos que había encontrado en la mañana, apareció de la nada, distrayendo a los perseguidores. Los animales, con su curiosidad innata, comenzaron a hurgar en el área, haciendo ruidos y moviéndose entre las piernas de los hombres. Los perseguidores intentaron espantarlos con patadas, pero los coatíes, tercos, persistieron. Esta distracción, aunque pequeña, le dio a Don Pascual la oportunidad que necesitaba.

Corriendo agachado, casi arrastrándose, Don Pascual se desvió del sendero principal, adentrándose en la espesura aún más densa de la selva. La maleza le azotaba la cara, y el suelo fangoso lo hacía resbalar. Sabía que no podía correr mucho tiempo. Necesitaba un plan. La selva, que siempre había sido su amiga y compañera, ahora se sentía como un cómplice en su escape. Cada árbol, cada enredadera, era un posible escondite. Escuchó los gritos de frustración de los hombres detrás de él, lo que le dio una macabra satisfacción. Había ganado unos minutos preciosos.

Su corazón latía como un tambor de guerra en su pecho, pero un extraño sentimiento de determinación lo invadía. Ya no era solo el cartero; era un guardián. El destino de ese sobre, y quizás de algo más grande, recaía en sus manos. La selva había hablado, y Don Pascual, el cartero de las cascadas, estaba escuchando. La tormenta rugía a su alrededor, pero dentro de él, la voluntad de proteger su valiosa carga era un fuego que no se extinguía.

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