Entregas con Alma: Una Historia de Mendoza

2. Una Mirada en el Café Silencioso

Una señora mayor estaba sentada en uno de los banquitos, sosteniendo entre sus manos un pocillo del que emanaba un tenue vapor. Sus arrugas eran un mapa de años vividos, de sonrisas y preocupaciones. Pero lo que realmente capturó mi atención fue la hondura de su mirada. Unos ojos claros, de un azul casi transparente, pero con una expresión distante, como si estuvieran enfocados en un paisaje lejano, inaccesible para los demás.

Había una belleza singular en la forma en que ella se integraba en esa escena: la luz suave del otoño, los colores terrosos del jardín en construcción, el silencio apenas interrumpido del café. Una armonía inesperada que despertó en mí esa vena poética que a veces florece en medio de mi jornada como cartero.

No pude resistirme a esa imagen, a la necesidad de romper ese silencio contemplativo. Me acerqué unos pasos y, con la naturalidad que me caracteriza cuando quiero ser amable, le dije:

—Qué linda que está quedando la remodelación.

Ella parpadeó lentamente, como volviendo de un largo viaje, y dirigió su mirada hacia el jardín que se extendía frente a nosotros.

—Eso parece —respondió con una voz suave, un poco apagada.

Sonreí, buscando las palabras justas, esas que a veces se me ocurren en mis largas horas de ruta, pensando en la gente a la que entrego sus cartas y paquetes.

—Lo digo porque parece que la flor más hermosa la dejaron en los bancos.