El Cartero Francés que Conquistó su Sueño en el Mundial de Clubes
3. El Reconocimiento del Corazón
El hospital privado San Joaquín olía a desinfectante y a las flores caras que llenaban los pasillos. Pierre había acompañado a Eduardo en la ambulancia, sin saber muy bien por qué. Ahora estaba sentado en la sala de espera, todavía con su uniforme de cartero, sintiéndose fuera de lugar entre las paredes de mármol y los sillones de cuero.
Habían pasado tres horas desde que los médicos se habían llevado a Eduardo en una camilla. Pierre había intentado irse varias veces, pero cada vez que se levantaba, algo lo hacía quedarse. Tal vez era la imagen de ese hombre poderoso, reducido a la vulnerabilidad más absoluta, pidiendo ayuda con la mirada.
"¿Familiar del señor Santander?", preguntó una enfermera de cabello gris recogido en un moño perfecto.
"No, soy... soy su cartero", respondió Pierre, sintiéndose ridículo al decirlo.
La enfermera lo miró con curiosidad. "¿Su cartero? Bueno, fue usted quien lo salvó. El doctor quiere hablar con usted".
Pierre siguió a la enfermera por pasillos que parecían interminables. El doctor Fernández, un hombre de barba cuidada y bata impecable, lo recibió con una sonrisa cálida.
"Usted actuó muy rápido", le dijo, estrechando su mano. "Si hubiera tardado diez minutos más en llamar a la ambulancia, estaríamos hablando de otra cosa. El señor Santander tuvo un infarto masivo, pero llegó a tiempo para salvarlo".
Pierre sintió que las rodillas le temblaban. "¿Está bien? ¿Va a recuperarse?"
"Completamente. Necesitará reposo y cambiar algunos hábitos, pero vivirá muchos años más gracias a usted", respondió el doctor. "De hecho, está pidiendo verlo. Está muy consciente de lo que pasó".
La habitación privada era más grande que todo el apartamento de Pierre. Eduardo estaba recostado en una cama que parecía más cómoda que cualquier mueble que hubiera visto en su vida. Tenía varios cables conectados a máquinas que emitían sonidos suaves y constantes.
"Pierre", dijo Eduardo con voz ronca pero clara. "Acércate, por favor".
Pierre se acercó lentamente, girando su gorra entre las manos. Eduardo lo observó en silencio durante varios segundos, como si lo estuviera viendo por primera vez.
"Durante ocho años, has venido a mi casa casi todos los días", comenzó a decir Eduardo. "Y durante ocho años, yo te he tratado como si fueras invisible. Peor que invisible... como si fueras una molestia".
Pierre quiso interrumpirlo, pero Eduardo alzó una mano débil para detenerlo.
"Déjame terminar. Hoy, cuando más lo necesitaba, cuando mi vida dependía de la bondad de un extraño, ese extraño fuiste tú. El hombre al que peor he tratado fue quien me salvó la vida".