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El Cartero del Monte: Cartas que Cambian Destinos en Misiones

Capítulo 5: La Carta del Destino

El refugio de piedra donde Esperanza solía ir a meditar estaba a una hora de camino por senderos que solo conocían los lugareños más antiguos. Martín había llevado cartas allí en ocasiones especiales, cuando ella necesitaba tiempo para pensar lejos de las miradas curiosas. El sonido del arroyo que corría cerca les indicó que estaban cerca.

"Esperanza", llamó Martín suavemente al acercarse al refugio. Una silueta familiar apareció en la entrada, y la mujer de cuarenta años, con el cabello recogido en una trenza y las manos manchadas de tierra, los miró con sorpresa. Sus ojos se posaron en Roberto y su expresión cambió radicalmente.

"¿Roberto?", susurró, como si pronunciar el nombre pudiera hacer que la aparición desapareciera. "¿Eres realmente tú?" Los hermanos se miraron durante un momento que pareció eterno, veinte años de separación pesando entre ellos como una barrera invisible.

"Hermana", dijo Roberto bajando del caballo y acercándose con pasos vacilantes. "Te he estado buscando durante tanto tiempo". Esperanza corrió hacia él, y se abrazaron con la desesperación de dos náufragos que se encuentran en una isla desierta.

Martín los observó con una mezcla de alegría y preocupación. Sabía que debía interrumpir el reencuentro, pero le costaba romper la magia del momento. Finalmente, carraspeó suavemente. "Esperanza, tengo una carta para usted. Del hospital de Posadas. Creo que es urgente".

Esperanza se separó de su hermano y miró el sobre con aprensión. "¿Del hospital?", preguntó, y Martín pudo ver el miedo en sus ojos. "¿Será sobre Joaquín?", murmuró, refiriéndose a su hijo adolescente que había ido a la ciudad a estudiar.

"Ábrela", la alentó Roberto. "Estoy aquí contigo, pase lo que pase". Esperanza rompió el sobre con manos temblorosas y desplegó varios documentos. El primero era una carta del hospital, pero no sobre su hijo. Era un informe médico sobre su marido, Diego Moreira, quien había desaparecido cinco años atrás.

"¿Diego Moreira?", preguntó Roberto frunciendo el ceño. "¿Te casaste con alguien de nuestra familia?" Esperanza negó con la cabeza, confundida. "Mi marido se llamaba Diego Núñez. Nunca mencionó el apellido Moreira".

La verdad comenzó a revelarse mientras leían los documentos. Diego había usado el apellido Moreira porque era el heredero legítimo de las tierras que los cazadores de herencias estaban buscando. Su desaparición no había sido accidental: había huido cuando descubrió que gente peligrosa lo buscaba por la herencia.

"Aquí dice que está vivo", leyó Esperanza con voz quebrada. "Internado en el hospital bajo nombre falso, con amnesia parcial por un accidente. Los médicos encontraron documentos que lo vinculan con nuestra familia, y por eso nos buscaron".

"Entonces papá tenía razón", murmuró Roberto. "Somos parientes. Diego debe ser nuestro primo, el hijo de nuestro tío que perdimos de vista cuando éramos niños". Las piezas del rompecabezas familiar se acomodaban, revelando una historia de separaciones y reencuentros que había durado generaciones.

"Tenemos que ir a buscarlo", dijo Esperanza con determinación. "Pero primero debo decirles algo. Esos hombres que los están buscando no son solo cazadores de herencias. Son parte de un grupo que quiere las tierras para un proyecto minero. Han estado comprando propiedades en toda la zona, y las nuestras son las únicas que no han podido conseguir".

Martín comprendió la magnitud del problema. "¿Cómo sabe todo esto?", preguntó. "Mi hijo Joaquín trabaja en la oficina de catastro en Posadas. Ha visto los documentos. Por eso me escondí aquí cuando vi gente extraña cerca de mi casa".

"Entonces no podemos ir solos al hospital", razonó Roberto. "Necesitamos ayuda oficial". Martín sonrió por primera vez en el día. "Conozco a alguien que puede ayudarnos. El comisario de San Pedro es amigo mío, y no le gustan los forasteros que vienen a molestar a su gente".

Mientras el sol se ponía entre los árboles, los tres comenzaron a planear cómo reunir a la familia dispersa y proteger las tierras que por derecho les pertenecían. La carta que Martín había llevado esa mañana no era solo correspondencia; era el catalizador de una historia que cambiaría las vidas de todos los involucrados.

"Tormenta", dijo Martín acariciando el cuello de su caballo, "mañana tendremos la cabalgata más importante de nuestras vidas". El animal relinchó suavemente, como si entendiera que su papel como mensajero de esperanza apenas comenzaba.

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