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Descubrí cómo una encomienda salvó una cosecha entera

Capítulo 2 - Desviando la ruta prohibida

Don Evaristo pasó la noche en vela. En la pequeña casilla del correo local, encendió una lámpara de querosén y revisó su mapa. Sabía cada curva del camino, cada atajo escondido entre yerbales y chacras. Podía tomar un desvío por el viejo sendero de San Ignacio, atravesar el arroyo y llegar a la estación de Rubén antes de la madrugada.

Se sentó frente a la mesa de roble carcomido y escribió una nota para su esposa: 'Salgo temprano. No me esperes con mate'. El crujir de la pluma sobre el papel era casi un susurro que lo tranquilizaba.

A las cuatro, el canto de los gallos lo encontró pedaleando cuesta arriba. La bolsa de cuero le golpeaba la cadera. Dentro, bien envuelta, viajaba la encomienda: un paquete pequeño, apenas un puñado de semillas, pero cargado de promesas. Cada bache del camino sacudía la bicicleta y le recordaba el riesgo. Si el supervisor del correo se enteraba, lo echaría sin miramientos.

El rocío mojaba los pastizales. Un zorro cruzó veloz, haciendo crujir las hojas secas. Evaristo escuchaba el latido de su propio corazón mezclarse con el rumor del monte. Pensaba en la carta de Ramón, en la tierra reseca, en la sopa hirviendo en la olla de hierro que había dejado sobre la mesa.

Al llegar a la estación de Rubén, golpeó la puerta con la mano entumecida. Rubén abrió, sorprendido de verlo tan temprano, con ojeras de insomnio. —Don Evaristo, ¿qué hace acá a estas horas? —preguntó, frotándose los ojos.

—Vengo por la encomienda —respondió el cartero, extendiendo la mano callosa. Rubén no hizo preguntas. Fue hasta el galpón y volvió con una bolsa de arpillera bien atada. Evaristo la revisó, la protegió entre los sobres y cartas, y se despidió con un apretón de manos silencioso.

Volvió a montar su bicicleta. El cielo clareaba y sabía que debía pedalear sin parar si quería llegar a la chacra de Ramón antes del mediodía. Cada minuto contaba.

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