Descubrí cómo una encomienda salvó una cosecha entera
Sinopsis: Un agricultor desesperado y un cartero valiente cruzan rutas polvorientas para salvar una cosecha vital.
Capítulo 1 - La carta que cambió la mañana
El sol apenas despuntaba sobre los cerros de Cainguás cuando Ramón Duarte abrió el buzón de madera astillada. Dentro, una carta aguardaba, sellada con urgencia. El sobre olía a papel húmedo y tinta fresca. Sus manos, ásperas por la tierra y el trabajo, temblaron cuando rompió el sello.
Dentro, unas pocas líneas escritas por su primo, Rubén, que vivía a tres pueblos de distancia. Las semillas prometidas para la nueva siembra estaban listas, pero la cooperativa demoraría la entrega al menos una semana. Una semana era demasiado: la lluvia de otoño llegaría y arruinaría la tierra reseca.
Ramón miró sus surcos polvorientos, sintió la brisa caliente que le resecaba la garganta y supo que, sin esas semillas, no habría cosecha. No habría nada para vender en el mercado. Ni para llenar la olla de sopa para sus hijos.
Guardó la carta en el bolsillo y caminó hasta la tranquera. A lo lejos, divisó la silueta del cartero, Don Evaristo, pedaleando su vieja bicicleta roja por el camino de ripio. Cada tanto se detenía, bajaba del asiento y revisaba su bolsa de cuero cargada de sobres, facturas y encomiendas envueltas en papel de embalar.
Ramón lo interceptó a medio camino. —Don Evaristo, necesito un favor —dijo sin rodeos, tragándose la vergüenza que le quemaba la lengua.
El cartero bajó la bicicleta y se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano. —Decime, Ramón —respondió con su voz grave, curtida por años de camino y silencios.
Ramón le explicó todo, entrecortado, casi sin aire. Le mostró la carta arrugada, el sello urgente. Don Evaristo leyó rápido, asintiendo con un leve gesto. Miró la bolsa y luego miró su ruta. Sabía que no estaba permitido alterar el recorrido, que podía costarle una sanción o incluso su puesto en el correo. Pero vio los ojos de Ramón, vio la tierra agrietada a su alrededor y escuchó, en un rincón de su memoria, la risa de sus propios hijos.
—Voy a ver qué puedo hacer —dijo al fin, subiendo de nuevo a la bicicleta.