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Las Crónicas de los Carteros de Mirtha Legrand: Historias Inolvidables

Capítulo 5: El Último Cartero, Martín y el Legado Inmortal

Martín, el cartero más joven en servir a Mirtha Legrand, asumió la ruta en la última década, en un mundo donde el correo físico parecía una reliquia, casi un acto romántico. Con sus casi 30 años, Martín representaba una nueva generación de empleados postales, familiarizados con la tecnología, pero aún comprometidos con la esencia del oficio. La oficina de correos de Apóstoles, aunque con menos movimiento de cartas, seguía siendo un pilar para la comunidad.

Para cuando Martín llegó, la correspondencia para Mirtha Legrand era selecta: invitaciones de presidentes, premios internacionales, reconocimientos por su trayectoria. Ya no eran las cartas de admiradores de antaño, sino un flujo constante de testimonios de su impacto en la cultura argentina. “Era como entregar pedazos de historia viva”, pensaba Martín cada vez que tenía un sobre con el nombre de Mirtha Legrand.

A pesar de la fama y la edad, Mirtha Legrand mantenía una lucidez y una energía envidiables. Martín, aunque no la veía con la frecuencia que la habían visto sus predecesores, siempre sentía su presencia en la casa. Los jardineros, los guardias, el personal doméstico, todos hablaban de ella con un cariño y respeto que trascendía el mero vínculo laboral. Una vez, Martín tuvo que entregar un paquete pesado, lleno de recortes de diarios y revistas antiguas, un compendio de su carrera que alguien le había enviado. Al dejarlo en la puerta, Mirtha, que salía de la casa, lo saludó con su característica elegancia. “¡Gracias, joven! ¡Parece que alguien quiere que reviva mis viejas glorias!”, exclamó con una carcajada.

Martín se dio cuenta de que, a pesar de que el mundo se había vuelto digital, la correspondencia física para Mirtha Legrand seguía siendo un símbolo de respeto y distinción. Las cartas que recibía no eran cualquier carta; eran misivas de peso, cargadas de significado y enviadas por personas que entendían el valor de un mensaje tangible en un mundo virtual. Él sentía un orgullo silencioso al ser el portador de esos mensajes.

Un día, mientras revisaba el buzón de la residencia, Martín notó que una pequeña carta, casi perdida entre las facturas y la publicidad, tenía una caligrafía temblorosa y un sello antiguo. Era una carta de una señora mayor que había seguido la carrera de Mirtha desde sus inicios y que, ya enferma, solo quería enviarle un último saludo de admiración. Martín sintió una punzada en el pecho. Entregó la carta con un cuidado especial, sabiendo que contenía una emoción profunda. Aunque no supo la reacción de Mirtha, la idea de que una vida entera de admiración pudiera culminar en una simple carta enviada por el correo, le pareció un acto de pura belleza y humanidad. Se imaginó a Mirtha leyéndola, quizás conmovida por ese último gesto de cariño.

Martín comprendió que, más allá de la fama y los años, Mirtha Legrand seguía siendo una persona que apreciaba el contacto humano, incluso si ese contacto llegaba en forma de una carta. Su trabajo, aunque a menor escala en comparación con décadas pasadas, seguía siendo relevante. Era el guardián de una tradición, el nexo entre una figura legendaria y aquellos que la admiraban en la quietud de sus hogares. El legado de Mirtha Legrand, pensó Martín, no solo estaba en la televisión o en el teatro, sino también en las innumerables cartas que la conectaron con su público a lo largo de su extensa y brillante carrera. Y él, el último cartero de la lista, era una pequeña, pero significativa, parte de esa inmortalidad.

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