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Las Crónicas de los Carteros de Mirtha Legrand: Historias Inolvidables

Capítulo 2: El Cartero Joven, Ricardo y la Era de la Televisión

Cuando Ricardo tomó la posta de Don Antonio en la ruta de Mirtha Legrand, el mundo ya había dado varios giros. La televisión se había consolidado como el medio dominante, y Mirtha ya era la indiscutible “diva de los almuerzos”. Ricardo, un joven cartero con una energía desbordante y una pasión por su trabajo, llegó en la década de 1970. Para él, entregar una carta en la casa de Mirtha Legrand era casi como una visita a un templo de la farándula. Había crecido viéndola en la pantalla, y ahora era parte de su día a día.

La correspondencia no había disminuido, al contrario. Ahora, además de los guiones y las invitaciones, llegaban montones de cartas de televidentes que comentaban sus programas, elogiaban sus atuendos o, incluso, le enviaban sugerencias de invitados. Ricardo se sorprendía por la devoción de la gente. “¡Era una locura! A veces, la pila de sobres era tan alta que apenas cabía en mi bolso”, recordaba Ricardo con una carcajada. Él, a diferencia de Don Antonio, tuvo más contacto con el personal de la casa: asistentes, secretarias, e incluso algún que otro productor que pululaba por allí. Pero Mirtha siempre encontraba un momento para saludarlo.

Una mañana, Ricardo llegó con una encomienda inusualmente grande. Era una caja, y no precisamente ligera. Mirtha Legrand lo recibió en el umbral, con su sonrisa característica, y una curiosidad palpable. “¿Y esto, joven? ¡Parece que alguien me ha enviado un tesoro!”, bromeó. Ricardo le explicó que era un obsequio de un admirador de Jujuy. Al abrirla, descubrieron que contenía docenas de frascos de dulces regionales, alfajores y quesillos caseros. Mirtha, conmovida por el gesto, le ofreció a Ricardo uno de los alfajores, que él aceptó con gratitud y un poco de timidez. “Nunca más comí un alfajor igual”, confesó Ricardo años después. “Fue el mejor que probé en mi vida, no solo por el sabor, sino por el momento y por la persona que me lo ofreció”.

Ricardo notó que la presencia de la televisión había cambiado un poco la dinámica. La gente ahora la conocía de cerca, sentía una conexión más íntima con ella a través de la pantalla chica. Las cartas reflejaban esa cercanía, a menudo escritas en un tono familiar, casi como si le estuvieran hablando a una amiga. Ricardo veía en cada sobre la huella de la fascinación que Mirtha Legrand generaba. Y él, como cartero, era el intermediario de esa fascinación.

Pero no todo era dulzura. Ricardo también tuvo que lidiar con la ocasional carta de crítica o desaprobación, aunque eran las menos. “Ella las leía todas, las buenas y las malas. Era profesional hasta en eso”, rememoraba. Un día, llegó una carta anónima con un mensaje bastante ácido sobre uno de sus comentarios en televisión. Ricardo, preocupado por el tono, dudó en entregarla. Mirtha, al ver su expresión, le preguntó si algo andaba mal. Ricardo, con cierta vergüenza, le mostró la carta. Mirtha la leyó con calma, sin inmutarse. Luego, con una sonrisa serena, le dijo: “Joven, en esta profesión, las rosas vienen con espinas. Agradezca que la gente se toma el tiempo de escribir, sea para bien o para mal. Significa que les importamos”. Esa lección de templanza quedó grabada en la memoria de Ricardo.

Años después, cuando Ricardo se despidió de su ruta para asumir un puesto de mayor responsabilidad en el correo, Mirtha Legrand le envió una tarjeta de agradecimiento escrita a mano, con una firma elegante y un breve mensaje deseándole lo mejor. Esa tarjeta, enmarcada, adornó la pared de su oficina durante años, un recordatorio constante de la mujer excepcional a la que había tenido el honor de servir. “Mirtha no era solo un nombre en un buzón; era una institución. Y haber sido su cartero fue un privilegio, una parte imborrable de mi vida laboral”, afirmaba Ricardo, con la voz cargada de nostalgia y orgullo.

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