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El Último Cartero: Un Homenaje Postal en Gobernador Roca

Capítulo 3: Un Cruce Peligroso, un Mensaje Oculto

La tarde caía, tiñendo el cielo de una gama de naranjas y morados que se reflejaban en el revuelto Yabebiry. El puente improvisado, una sucesión de tablas precariamente apoyadas sobre los rieles oxidados, parecía una pasarela hacia la nada. Don Anselmo respiró hondo, ajustándose la mochila. El aire estaba cargado de humedad, y el olor a tierra mojada era intenso. La vista de la estación abandonada a sus espaldas le dio un impulso de determinación. No podía volver atrás.

“¿Está seguro, Don Anselmo?”, preguntó Mateo, la preocupación evidente en su voz. Su rostro, iluminado por los últimos rayos del sol, denotaba respeto y un poco de temor. Don Anselmo asintió con una sonrisa tensa. “Más seguro que el día que elegí ser cartero, hijo. Esta **correspondencia** debe llegar”. Su voz sonaba un poco temblorosa, pero su mirada era firme. El corazón le latía con fuerza, un redoble que se mezclaba con el rumor del arroyo. No era un miedo paralizante, sino la tensión de un desafío inminente. El roce áspero de su mochila contra su espalda era una constante, un recordatorio de su carga y su deber.

Con cautela, Don Anselmo puso un pie sobre la primera tabla. El tablón crujió ligeramente bajo su peso, enviando un escalofrío por su espalda. Cada paso era un acto de equilibrio, una danza lenta sobre el abismo. Miró el agua furiosa que corría bajo él, y por un instante, el vértigo lo mareó. Se aferró mentalmente a la imagen de las caras de quienes esperaban sus cartas. Doña Rosa, Don Genaro, todos. Era su deber, su legado. La sensación de responsabilidad era un motor, una fuerza que lo impulsaba a seguir adelante, a pesar del riesgo.

Mateo lo seguía de cerca, listo para ayudar en caso de un traspié. Su presencia era un consuelo. “¡Con cuidado, Don Anselmo! ¡No mire hacia abajo!”, aconsejó el joven, su voz resonando en el silencio tenso. Don Anselmo asintió, concentrándose en el próximo paso, en el siguiente tablón, en el ritmo de su propia respiración. El sonido del agua era constante, un murmullo amenazante. Las viejas traviesas de madera, rotas y astilladas, eran un recordatorio constante de la decadencia del puente.

A mitad de camino, un tablón se tambaleó precariamente. Don Anselmo perdió el equilibrio por un segundo. Su corazón dio un vuelco. Se aferró a uno de los rieles de hierro con una mano, el metal frío y oxidado contra su palma. Sus dedos se cerraron con fuerza, sintiendo el roce áspero del óxido. Por un instante, el miedo lo invadió, un miedo frío y paralizante. Pero en cuestión de segundos, recuperó la compostura. Mateo, al verlo, dio un grito ahogado. “¡Don Anselmo! ¿Está bien?”

“Todo en orden, muchacho”, respondió Don Anselmo, aunque su voz aún estaba un poco entrecortada. El sudor frío le corría por la frente. Continuó, cada músculo de su cuerpo tenso, alerta. La ambición de cumplir su ruta, de no defraudar, era más fuerte que cualquier temor. El sol ya se escondía por completo cuando finalmente, con un suspiro de alivio, Don Anselmo puso el último pie en tierra firme. La sensación de la tierra sólida bajo sus botas era un alivio inmenso. Había cruzado. La misión continuaba.

“¡Lo logramos, Don Anselmo!”, exclamó Mateo, corriendo a su encuentro, su rostro iluminado por una sonrisa de alivio. “Nunca pensé que lo haría. ¡Es usted un héroe!” Don Anselmo se limitó a sonreír, un cansancio profundo reflejado en sus ojos, pero también una satisfacción inmensa. “Solo soy un cartero, hijo. Un cartero que entrega **cartas**”. La brisa de la noche traía consigo el olor a humedad y a la vegetación densa de la selva misionera.

Ahora, con el puente cruzado, la ruta hacia la chacra de Don Genaro se hacía más clara. El camino era angosto y cubierto de maleza, pero Don Anselmo lo conocía de memoria. El crepúsculo se estaba volviendo oscuridad, y las estrellas comenzaban a aparecer tímidamente en el cielo. La linterna de su bicicleta, aunque vieja, aún funcionaba, proyectando un haz de luz titilante sobre el terreno. El sonido de los grillos y las ranas llenaba el aire, creando una sinfonía nocturna.

La casa de Don Genaro era una pequeña construcción de madera, perdida entre los árboles. La única luz que se veía era la de una lámpara de queroseno que brillaba débilmente en una de las ventanas. El lugar siempre había tenido un aire de misterio, una reclusión que contrastaba con la familiaridad de los otros hogares. Don Anselmo siempre había sentido una ligera desconfianza hacia el anciano, no por maldad, sino por la distancia que ponía. Don Genaro era un hombre de pocas palabras, con una mirada penetrante que parecía ver más allá de lo evidente.

Don Anselmo se acercó a la puerta, y Mateo se quedó a una distancia prudente. Golpeó suavemente. Después de unos segundos, la puerta se abrió un resquicio, y la figura de Don Genaro apareció, su rostro arrugado y sus ojos pequeños y vivaces. La luz de la lámpara lo iluminaba débilmente, proyectando sombras alargadas a su alrededor. “Don Anselmo”, dijo el anciano, su voz un susurro ronco, como si rara vez la usara. Había un tono de sorpresa en su voz, casi de incredulidad.

“Vengo a entregarle una **carta**, Don Genaro”, dijo Don Anselmo, extendiendo el sobre que había guardado al final de su pila. El anciano tomó la carta, sus dedos temblaban ligeramente. La examinó, volteándola una y otra vez, su rostro una mezcla de confusión y asombro. “No tiene remitente”, murmuró Don Genaro. “¿Quién podría enviarme algo sin remitente?”

Don Anselmo no tenía respuesta. La incertidumbre se cernía en el aire. La luna ya se asomaba por encima de los árboles, bañando el paisaje con una luz plateada. Don Genaro lo invitó a pasar con un gesto de la mano. El interior de la casa era modesto, pero pulcro. Había un fuego crepitando en la chimenea, y el olor a leña quemada llenaba la pequeña habitación. El anciano se sentó en una silla de madera, y con manos temblorosas, abrió la carta. La luz de la lámpara de queroseno parpadeó, creando un ambiente íntimo.

Mientras Don Genaro leía, la expresión de su rostro cambió drásticamente. De la confusión, pasó a una profunda tristeza, luego a una melancolía que se podía sentir en el aire. Sus ojos se humedecieron, y una lágrima solitaria rodó por su mejilla. Don Anselmo y Mateo observaban en silencio, respetando la privacidad de ese momento. La atmósfera se había vuelto tensa, cargada de una emoción que no podían descifrar. El susurro de las palabras leídas en voz baja por Don Genaro, entrecortadas por sollozos, apenas era audible. La carta parecía contener no solo palabras, sino un torbellino de sentimientos y recuerdos.

Finalmente, Don Genaro terminó de leer. Levantó la vista, sus ojos rojos e hinchados. “Es de mi hermana”, dijo, su voz quebrada. “Mi hermana… que creí muerta hace décadas. Me cuenta que está viva, que nunca pudo volver. Y me pide perdón”. Don Anselmo sintió un escalofrío. Una **carta** de décadas, una vida entera de silencio, rota por un pedazo de papel. La duda que había sentido por el destinatario, había sido desplazada por el asombro. La carta no era un misterio, sino una revelación que había estado oculta por mucho tiempo.

La historia de la hermana de Don Genaro era una de esas historias trágicas y comunes de la región. Durante la Guerra del Paraguay, muchos habían sido desplazados, separados de sus familias. Algunos nunca regresaron, otros, como la hermana de Don Genaro, lograron sobrevivir pero perdieron el contacto, creyéndose mutuamente muertos. La carta era un hilo delgado de tiempo, una conexión tardía con un pasado doloroso y lleno de desamor, que había permanecido oculto hasta ese momento. La vergüenza y el resentimiento, que habían envenenado la vida de Don Genaro, empezaban a disolverse con cada palabra leída.

Don Anselmo se sintió conmovido. Había entregado miles de cartas en su vida, pero esta era diferente. Esta no era solo una **correspondencia**; era la llave a un pasado olvidado, a una reconciliación largamente esperada. La ambición de Don Anselmo como cartero, no era solo entregar los sobres, sino ser parte de la vida de las personas, incluso cuando esa vida estaba marcada por el sufrimiento y la injusticia. La noche se hizo más profunda, pero en la pequeña casa de Don Genaro, una nueva luz de esperanza comenzaba a encenderse.

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