El Último Cartero: Un Homenaje Postal en Gobernador Roca
Capítulo 2: Vías Muertas, Voluntad Férrea
El arroyo Yabebiry rugía con una furia inesperada, un torrente marrón que arrastraba ramas y escombros. La impotencia era un peso amargo en el pecho de Don Anselmo. No era solo la imposibilidad de cruzar; era el sentir que la naturaleza le negaba su propósito. Mateo, al otro lado, gesticulaba, indicando que el tractor no podía cruzar el río crecido. La desconfianza comenzó a surgir en Don Anselmo, no hacia Mateo, sino hacia la situación, hacia la fragilidad de su mundo ante la fuerza implacable del entorno. ¿Sería este el día en que su larga trayectoria postal se vería interrumpida?
Don Anselmo se acercó a la orilla, intentando calcular la distancia. El agua le llegaba a la cintura a Mateo, que parecía estar tanteando el terreno. El joven, con su rostro enjuto y las manos callosas, parecía preocupado. "¡No se puede, Don Anselmo!", gritó Mateo, su voz apenas audible sobre el estruendo del agua. "¡Es muy hondo y la corriente es fuerte!" Don Anselmo asintió con la cabeza, la frustración surcando su frente. El joven Mateo, a pesar de su corta edad, comprendía la importancia de la entrega de la correspondencia. Había crecido viendo a Don Anselmo en su rutina diaria, un faro de constancia en el vaivén del tiempo.
Sentado nuevamente en la roca, Don Anselmo sacó una pequeña libreta gastada. En ella, con caligrafía pulcra, llevaba un registro de sus entregas, un mapa mental de las vidas a las que servía. La página de hoy, sin embargo, se perfilaba en blanco. Cada nombre era un rostro, una historia que esperaba ser completada con la llegada de su **carta**. Pensó en Doña Rosa, que aguardaba noticias de su hijo en Buenos Aires; en el Sr. González, que esperaba el pago de su pensión; y, por supuesto, en Don Genaro, y el misterio de su correspondencia sin remitente. La culpa por no poder cumplir se instalaba lentamente en su corazón.
Recordó viejas épocas, cuando el tren aún silbaba en la estación. Entonces, el **correo** llegaba puntualmente en los vagones de carga, y su tarea era simplemente clasificarlo y distribuirlo por el pueblo. Las estaciones eran el corazón de la comunicación, centros de vida y movimiento. Ahora, solo quedaba él, un vestigio de una era pasada, luchando contra la marea de la modernidad y, en este caso, contra la furia de la naturaleza. La sensación de ser el "último cartero" nunca había sido tan palpable como en ese momento de desolación.
Mateo, viendo la desazón en el rostro del anciano, se acercó un poco más a la orilla. "¿Hay alguna otra manera, Don Anselmo?", preguntó, su voz teñida de compasión. Don Anselmo levantó la vista, sus ojos azules, habitualmente vivaces, ahora velados por la duda. "Siempre hay una manera, hijo", respondió con una voz que intentaba sonar más segura de lo que se sentía. "Siempre." La frase era casi un mantra, un principio que lo había guiado durante toda su vida. No se rendiría fácilmente.
Su mirada se posó en las viejas vías del tren. Eran su punto de referencia, su guía en días de niebla o lluvia intensa. Quizás, pensó, el problema estaba en cómo estaba enfocando la solución. Siempre había usado los caminos. Pero ¿qué pasaba con las vías? Eran un camino, aunque olvidado. Nadie las usaba, nadie las mantenía. La maleza crecía entre los durmientes, y el óxido se había apoderado de los rieles. Pero si la estructura del puente de hierro sobre el Yabebiry aún estaba en pie, por muy precario que fuera, podría ser su única opción.
Se levantó, con una determinación renovada. "Vamos a ver el puente del tren, Mateo", dijo, y en su voz había un matiz de esperanza que no había estado presente antes. Mateo lo miró con sorpresa. "Pero, Don Anselmo, nadie usa esas vías. Dicen que el puente está en muy mal estado". Don Anselmo solo sonrió, una sonrisa cansada pero firme. "Los dichos populares no entregan cartas, hijo".
Caminaron por el margen del arroyo, sorteando barro y ramas, hasta llegar al punto donde las viejas vías de acero se alzaban sobre el torrente. Lo que vieron no era alentador. El puente, una estructura de hierro remachada, se veía decrépito. Grandes secciones de los durmientes de madera se habían podrido o desaparecido, dejando solo los rieles suspendidos en el aire sobre abismos inquietantes. La estructura metálica, aunque oxidada, parecía resistir. Pero el paso era, sin duda, arriesgado. El viento, que antes silbaba, ahora resonaba como un lamento entre los hierros retorcidos.
"Es peligroso, Don Anselmo", advirtió Mateo, con los ojos bien abiertos. La prudencia era su primera reacción. La visión del abismo bajo sus pies, el rugido del agua abajo, y el estado ruinoso de la pasarela, sembraron en Don Anselmo una punzada de miedo. No era un miedo a la altura, sino a fallar, a no poder completar su misión. Sin embargo, su orgullo y el sentido del deber eran más fuertes. No podía defraudar a quienes confiaban en él, ni siquiera a la misteriosa carta de Don Genaro.
Don Anselmo se acercó al puente, examinando cada detalle. Los rieles, aunque oxidados, parecían firmes. Lo que faltaban eran los durmientes. Con un poco de maña y mucha paciencia, quizás podría improvisar un paso. La idea era descabellada, pero la alternativa era inaceptable. No entregar el correo era un pensamiento que le revolvía el estómago.
"Ayúdame a buscar tablas o lo que encontremos", ordenó Don Anselmo, su voz recuperando la autoridad de un hombre que sabe lo que hace. Mateo, aunque reticente al principio, obedeció. Juntos, comenzaron a peinar los alrededores, buscando cualquier trozo de madera lo suficientemente fuerte como para soportar su peso. Encontraron restos de viejos postes, tablas rotas y, para su sorpresa, unos cuantos tablones gruesos que habían sido arrastrados por la crecida del arroyo y se habían atascado entre los arbustos cercanos. Parecían haber sido parte de alguna construcción rural.
Con las tablas a cuestas, volvieron al puente. La tarea era ardua y peligrosa. Tenían que colocar los tablones entre los rieles, buscando puntos de apoyo seguros. Cada paso era un cálculo, cada movimiento un riesgo. Don Anselmo, con su experiencia de vida, lideraba la operación, mientras Mateo, con su juventud y fuerza, seguía sus instrucciones al pie de la letra. El sol de la tarde comenzaba a caer, y la luz se volvía más suave, tiñendo el cielo de tonos anaranjados. El tiempo apremiaba. La idea de pasar la noche varados no era atractiva, especialmente con la incertidumbre del clima.
Mientras trabajaban, Don Anselmo le habló a Mateo de los viejos tiempos, de cuando el tren unía los pueblos, de las historias que se tejían alrededor de las estaciones. "Antes, Mateo, el tren era el pulso de la región. Las cartas llegaban con él, llenas de esperanzas y de penas. El cartero era el que las llevaba a su destino final. Y aunque ya no haya tren, mi misión sigue siendo la misma". Mateo escuchaba con atención, absorto en las palabras del anciano. Era una visión del mundo que él, nacido en una era de comunicaciones instantáneas, apenas podía imaginar. Pero la dedicación de Don Anselmo era innegable, casi palpable.
Finalmente, después de horas de esfuerzo, lograron improvisar un sendero rudimentario. No era perfecto, y cada paso sería una prueba, pero era un camino. La satisfacción brilló en los ojos de Don Anselmo. Había vencido un obstáculo formidable, no con la fuerza bruta, sino con la ingeniosidad y la perseverancia. La lucha contra la adversidad no solo se libraba en el presente, sino que se nutría de la ambición y la determinación del viejo cartero. El temor había sido superado por la necesidad imperiosa de cumplir su misión. La única duda que persistía era la incertidumbre de la carta de Don Genaro. La había sentido en su mochila durante todo el día, un pequeño peso que representaba un gran misterio.