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El Último Cartero: Un Homenaje Postal en Gobernador Roca

Sinopsis: En Gobernador Roca, un cartero incansable mantiene viva la llama postal. Descubre su dedicación entre vías olvidadas y cartas llenas de historias. ¡Una tradición que perdura!


Capítulo 1: El eco de un silbato olvidado

El sol se alzaba perezoso sobre Gobernador Roca, pintando de un ocre melancólico las viejas vías del tren. Para la mayoría de los habitantes, esas vías eran solo un recuerdo oxidado de tiempos mejores, una cicatriz en el paisaje que hablaba de un pasado de trenes rugientes y andenes bulliciosos. Pero para **Don Anselmo**, el último cartero de la zona, eran el eje de su universo, el punto de partida de cada jornada.

Cada mañana, sin falta, Don Anselmo se apeaba de su bicicleta chirriante frente a la estación abandonada. La fachada, descolorida por el sol y la lluvia, conservaba aún las letras borrosas de 'Gobernador Roca'. El viento silbaba a través de las ventanas rotas, y el silencio era tan profundo que casi se podía escuchar el eco de un silbato de tren que no sonaba desde hacía décadas. Sin embargo, para Don Anselmo, el lugar seguía siendo un templo, un santuario de la comunicación escrita. Llevaba más de cuarenta años repartiendo el correo en este rincón de Misiones, y aunque el mundo cambiaba a un ritmo vertiginoso, él se aferraba a su rutina con la tenacidad de un viejo árbol.

Su mochila de cuero, gastada por el uso y remendada en innumerables ocasiones, era su compañera inseparable. Dentro, las cartas esperaban su destino, cada una un pedazo de vida, un fragmento de historia. Había misivas de amor, recibos que pagar, noticias de parientes lejanos, y a veces, alguna postal con paisajes exóticos que contrastaban con la monotonía rural. Don Anselmo las trataba con un respeto casi reverencial, como si cada sobre contuviera un secreto sagrado. Su recorrido diario lo llevaba por caminos de tierra colorada, bajo el dosel de árboles frondosos que ofrecían un alivio del sol abrasador. Conocía cada atajo, cada desvío, cada perro ladrador y cada niño que salía a saludarlo.

Hoy, sin embargo, había una sensación diferente en el aire. No era el usual murmullo del viento o el canto de los pájaros. Era algo más sutil, una ligera punzada de inquietud. La noche anterior, una tormenta inusual había azotado la región, trayendo consigo vientos huracanados y una lluvia torrencial. Algunos puentes pequeños podrían estar afectados, y el cruce del arroyo Yabebiry, que normalmente era un desafío menor, podría ser un verdadero obstáculo. “Tendré que tener cuidado”, murmuró para sí, ajustándose la gorra de visera que protegía su rostro curtido.

Mientras organizaba las cartas por ruta, sus dedos ágiles rozaron una **carta** de aspecto inusual. Era más gruesa que las demás, el papel era rugoso al tacto y no tenía remitente visible, solo el nombre de un anciano colono, **Don Genaro**, conocido por su reclusión y su aversión a la tecnología moderna. Don Genaro vivía en una chacra apartada, casi al límite de la zona de reparto de Don Anselmo, un lugar al que pocos se aventuraban debido a los caminos intransitables. La **carta** no parecía urgente, pero la curiosidad picó a Don Anselmo. Era raro que Don Genaro recibiera algo que no fuera el resumen de su cuenta bancaria.

Al salir de la estación, el sol ya calentaba con fuerza. El aire estaba espeso, cargado de la humedad que seguía a la lluvia. Don Anselmo pedaleó con una cadencia constante, sus músculos acostumbrados al esfuerzo. El camino de ripio levantaba pequeñas nubes de polvo rojizo a su paso. Saludó a la distancia a algunos vecinos que comenzaban sus tareas en las chacras, recibiendo a cambio sonrisas y el ocasional “¡Buen día, cartero!”. La comunidad de Gobernador Roca, aunque pequeña y dispersa, valoraba a Don Anselmo. Era un nexo, un hilo invisible que unía a sus habitantes. En tiempos donde el internet y los teléfonos móviles dominaban, su presencia era un ancla a una forma de vida más simple, más personal.

La primera parte de su ruta fue rutinaria, entregando facturas y alguna que otra **carta** de parientes lejanos. Pero a medida que se adentraba en el campo, los signos de la tormenta de la noche anterior se hacían más evidentes. Ramas caídas bloqueaban parcialmente el camino, y los charcos de agua eran más grandes y profundos. El cauce del arroyo Yabebiry, que normalmente era un manso riachuelo, ahora corría revuelto y barroso, con un caudal que asustaba. El pequeño puente de madera, que servía de paso principal, había desaparecido, arrastrado por la corriente.

Don Anselmo se detuvo en seco, el corazón latiéndole con fuerza. Un nudo de preocupación se le formó en el estómago. El arroyo era el único acceso a varias chacras, incluida la de Don Genaro. “Maldita sea”, masculló, golpeando suavemente el manillar de su bicicleta. No había otra ruta, o al menos, no una que su vieja bicicleta pudiera sortear. Miró el agua con desesperación. ¿Cómo iba a entregar las cartas? La posibilidad de no cumplir con su deber era algo que le carcomía el alma. Para él, cada carta era una promesa, un compromiso que debía cumplir.

Se sentó en una roca cercana, sacando su termo de mate. El vapor que emergía de la calabaza era un contraste reconfortante con la humedad del ambiente. Sorbió un trago, el amargor de la yerba mate reconfortando su espíritu. No podía simplemente darse la vuelta. Había una responsabilidad, un pacto tácito con cada una de las personas que esperaban su **correo**. Especialmente la carta para Don Genaro, cuya presencia en su mochila lo inquietaba más de lo normal. ¿Sería algo importante? ¿Una noticia que no podía esperar? La incertidumbre era un veneno lento.

De repente, escuchó un ruido. Un motor de tractor, lejano al principio, pero que se acercaba. Don Anselmo se puso de pie, su mirada escrutando el horizonte. A lo lejos, por el otro lado del arroyo, divisó una figura. Era el joven Mateo, el nieto de Don Genaro, que solía ayudar a su abuelo en la chacra. Mateo manejaba un viejo tractor, de esos que han visto pasar varias generaciones. Don Anselmo sintió un rayo de esperanza. Quizás, solo quizás, podría arreglárselas para cruzar.

Agitó los brazos con fuerza. Mateo lo vio y detuvo el tractor. La distancia era demasiado grande para hablar con normalidad por encima del ruido del motor y el arroyo. Don Anselmo señaló el punto donde debería estar el puente, haciendo un gesto de negación con la cabeza. Luego, levantó la mochila y señaló a Don Genaro. Mateo pareció entender. Apagó el tractor y con dificultad se acercó a la orilla del río, intentando con señas indicar algo.

La situación era clara: las lluvias habían incomunicado gran parte de la zona. Las cartas, sin Don Anselmo, no llegarían. Y la presencia de la carta sin remitente para Don Genaro se cernía como un misterio en medio de la adversidad. La frustración y la preocupación se mezclaban en el rostro de Don Anselmo. Era más que un trabajo; era su vida, su legado. La sensación de no poder cumplir su ruta era una herida abierta en su orgullo. Un conflicto sutil, pero profundo, comenzaba a gestarse en su interior: la lucha entre la adversidad de la naturaleza y su inquebrantable deber como el último cartero.

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